Morrocoy como nunca

febrero 22, 2015




Por Eduardo Monzón
Fotos: Livia Otero

A las once de la mañana de ese viernes decidí de golpe que me iba a la playa, estaba aceptando, tardíamente, la invitación que me hicieran la noche anterior los muchachos mientras nos tomábamos unos tragos. La idea era llevar a Cayo Sombrero a Livia, a quien le quedaban pocos días para regresar a su natal Brasil, luego de su primera visita a Venezuela.

Como me uní al paseo a último momento, me tocaba llegarme solo, el resto del equipo salía a mediodía para Tucacas, así que improvisé un pequeño bolso con lo necesario, fui al cajero a sacar efectivo y salí apuradísimo a alcanzar a los demás. Compré unos panes en el terminal y me monté en el autobús poco después de las dos de la tarde. Sabía que tenía a la hora encima.

Llegué al terminal de Tucacas pasadas las cuatro, me monté en un taxi y le dije al conductor que me llevara para algún embarcadero donde pudiera salir a Cayo Sombrero. El señor me dijo que si estaba loco, un viernes a esa hora era muy difícil que algún lanchero saliera para ese cayo, el más lejano. Sin embargo tuvo la gentileza de llamar a un amigo suyo  a ver si me llevaba, pero no podía. El problema era que un viaje hacia el destino al que iba podía costar hasta 2000 bolívares, los cuales se pagan entre todos los que van en la lancha,  el señor me afirmaba que me iban a cobrar todo ese dinero a mí… Yo no iba a pagar todo eso, pero iba con mente positiva, uno no sabe si es todo terreno hasta que se lanza al fango.

Me bajé del taxi, me paré en aquel muelle y comencé a peregrinar, lancha por lancha con la pregunta del millón: “Pana, ¿no sales pa’ sombrero?”. La respuesta era la misma, a esa hora no salía nadie. Pregunté y pregunté, ya me estaba preocupando, pensaba que me tocaría dormir esa noche en una posadita. La tarde estaba por terminar y la verdad es que me daba algo de miedo estar solo en ese lugar, ya casi no había gente. Me había fracasado el plan.

Cuando estaba por perder la esperanza, un lanchero me preguntó si yo era el que iba a Sombrero. Me imagino que alguien le habrá dicho algo tipo: “mira, aquel flaquito está buscando cómo irse a Sombrero, tú no vas pa’llá?” Y en efecto, el señor tenía que buscar a unos turistas a las seis de la tarde, me dijo que lo esperara mientras  iba a Cayo Paiclá y después me podía ir con él. Sentí un gran alivio. Los minutos se me hicieron eternos mientras lo esperaba, no podía parar de ver la hora, sentía que nunca iba a volver.

Ya eran más de las cinco y media cuando el lanchero cumplió su palabra y vino por mí, me monté feliz en la lancha para navegar como nunca lo había hecho antes en el Parque Nacional Morrocoy, casi en total soledad. Nunca había estado sin compañía en una lancha y en el trayecto no crucé palabras con el capitán, me parecía impresionante ver a los cayos vacíos, ni una persona en la arena o en el  mar, tampoco estaban el montón de embarcaciones que se la pasan en esos lares los fines de semana, era increíble, todo estaba despejado en exclusiva para mí. 

Todavía recuerdo la adrenalina que experimentaba con la velocidad, diluida en pequeñas dosis de calma, propias del mar y los manglares. Sentía con fuerza el viento en mi cara y me pasó eso que solo ocurre cuando me siento muy feliz: mi risa toma vida propia, el rostro me sonríe sin permiso y yo no me resisto. Son los momentos en los que encuentro la libertad que tanto me gusta.


Llegamos finalmente a Cayo Sombrero, todavía estaba claro el día. El lanchero fue tan pana que dejó a mi criterio lo que yo quisiera pagarle, total, el viaje lo estaban pagando los otros turistas y él no tenía nada que perder. Le di 300Bs y le manifesté mi genuino agradecimiento. Puse mis zapatos en la arena, cargando con mi morral y la bolsa de pan, comencé a caminar para encontrarme con los demás, lo insólito era que no tenía la seguridad de que ellos ya hubiesen llegado al cayo, no me había logrado comunicar con ellos hace mucho rato, era una locura total. Pero ahí estaban, los vi a lo lejos sentados frente al mar.

La escena fue muy cómica cuando me vieron, seguro pensarían que yo no iba a llegar, pero llegué. Parte del equipo salió corriendo hacia mí, riendo y gritando mi nombre, eso sí que fue una llegada triunfal, fuera de serie. Me reí muchísimo y les conté la travesía que pasé para estar ahí finalmente. Después de conversar un rato me di un baño corto antes de que llegara la noche.

El sol se ocultó y la historia fue otra, fueron apareciendo en el cielo muchas estrellas, minuto a minuto, como si las iban encendiendo por partes. Mientras las veíamos me acordé de la noche más estrellada que había visto en mi vida, justo pocos días antes a las orillas del río Kukenán, en la Gran Sabana. Ahí terminé de entender lo deprimente que es la noche en la ciudad.

Muy cerca de nosotros estaban un par de chilenos, vacacionaban por primera vez en Venezuela y nos contaron que habían decidido venir a nuestro país por lo económico que les resultaba, Junto a ellos estaba una maracucha que les servía de guía, se habían conocido gracias couchsurfing, una red de viajeros en internet donde se puede encontrar hospedaje gratuito en casas de familia en cualquier lugar del mundo. Hasta ese momento no sabía de esta red, ya me suscribí, pero al terminar de escribir esta crónica todavía no he vivido mi primera experiencia couchsurfing, aunque sí una muy similar en Barinas. Los chilenos estaban extasiados con aquel cielo estrellado, no disimulaban su euforia en ese momento, el cual disfrutaron como se debe. La felicidad  les salía por los ojos.

Después de comer nos fuimos a la orilla del mar, alumbrados por ese montón de luces lejanas, esperábamos que la luna apareciera pero ni se asomó, así que nos quedamos con esa penumbra perfecta, que solo interrumpíamos con alguna linterna si era muy necesario. Por un momento nos dividimos, unos se sentaron a admirar la noche, otros nos fuimos a caminar para perseguir a esas pequeñas partículas que el mar deja en la arena y que alumbran de noche, de ratos conversábamos con los chilenos.

Los minutos corrían sin afán, son los momentos que atesoras, en los que solo importa disfrutar y lo demás no existe. Por un instante vi como Livia se separó de todos para gozar  de aquella plenitud, estaba como flotando en la orilla del mar, sus pies se paseaban entre la arena y el agua, sus brazos danzaban y creo que sonreía. Estaba feliz al igual que todos.

Prácticamente todos nos habíamos acostado tarde la noche anterior y nos habíamos levantado temprano ese día, así que teníamos sueño y en medio se esa calma solo provocaba descansar, así que fuimos a soñar temprano, como sardinas en lata nos repartimos entre las dos carpas. Mariel y Barragán fueron los últimos en irse a dormir por andar hablando con los chilenos. La noche nos amenazaba con lluvia, pero no llegó a caer una sola gota de agua, solo hubo fuerte viento que resonaba entre las palmeras, fue una noche muy caribeña.


Fui uno de los primeros en despertar y me uní a Andreina que estaba contemplando al amanecer frente al mar, hablamos de la fortuna de poder ver ese paisaje apenas te despiertas, cuando casi todos los días del mundo vemos una pared o un techo apenas abrimos los ojos. Estas reflexiones fortalecen uno de mis nuevos ideales: no debemos pasar mucho tiempo sin salir de la ciudad, la que nos vendieron como lo normal. Nosotros somos seres vivos y necesitamos a la naturaleza.

Desayunar fue una odisea, luchando con las moscas que producían un enorme basurero que estaba del otro lado del cayo, la temporada alta apenas terminaba y los humanos hacemos lamentables estragos en la naturaleza. Me reía a carcajadas viendo a Henry correr con una quesillera en la mano, llena de huevos revueltos y atún. Corría en círculos como para despistar a las moscas, eso fue comedia pura.


El resto de la mañana lo disfrutamos como cualquier otro mortal en la playa, caminamos por todo el cayo, nos dimos varios baños y constaté que nunca saldré decente en una foto bajo el agua. Gustavo fue el clásico enterrado en la arena que se deja montar las lolas y marcar los cuadritos en el abdomen, nunca puede faltar. Después  él y Livia se hicieron unos tatuajes temporales feísimos, pero que fueron otro motivo de risas infinitas.

Habíamos acordado regresar temprano, así que a mediodía recogimos las carpas al ritmo de un reguetón que sonaba a lo lejos, Ángel bailó por instinto como acostumbra. La jornada no podía terminar sin despedirnos de los chilenos, fuimos a buscarlos para constatar que estaban, como dicen por ahí: “borrados”. Pero borrados en todos los sentidos habidos y por haber, la maracucha logró que se levantaran para tomarnos una selfie feliz y ponerle punto final a esta aventura en Morrocoy.







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