Patanemo, la felicidad del Caribe

junio 13, 2018

Ir a esta bahía de mi estado natal siempre es un baño de tranquilidad y desconexión, me la paso increíblemente bien, el tiempo avanza sin preocupaciones y se come muy sabroso frente al mar ¡Patanemo es la felicidad!

Texto y fotos: Eduardo Monzón 

Esa tarde llegamos a la bahía con mucho calor y algo de hambre, yo estaba desesperado por bañarme, pero primero nos tomamos una cervecita fría bajo esas  frescas churuatas que se esconden entre la sombra de las palmeras. El mar estaba perfecto.

En esas churuatas provoca quedarse días enteros, es como si nada importara, solo se trata de estar ahí y ver hacia el mar entre la gente, mientras la brisa pasa y pasa.

Y las palmeras, siempre las palmeras...

Pero el hambre nos sacó de la playa y nos llevó al restaurante Natalmar, con 25 años de tradición en Patanemo. Aquí descubrí uno de mis nuevos platos favoritos: los tostones preñaos ¡LA GLORIA! estaba como embrujado con el sabor de los camarones al ajillo.

En realidad los tostones preñaos son un derivado del plato protagonista de Natalmar, que es el pargo preñao, muy famoso en esta zona. Pero yo me quedo con los tostones.

Natalio y Marisol son los creadores de este ícono de Patanemo, se sentaron con nosotros a conversar para contarnos su historia de amores y sabores. Aquí se come como los dioses, en una terraza colorida y rodeada de palmeras.

Para descansar nos fuimos a la posada San Miguel Arcangel, con instalaciones bastante nuevas y muy limpias. Nos quedamos dormidos temprano, pero despertamos cerca de la medianoche para recibir a una de nuestras amigas que no pudo llegar durante el día. En Patanemo no hay señal telefónica y no habíamos podido comunicarnos.

La mañana nos llevó de nuevo a la bahía, pero nos quedamos al lado de la cancha para desayunar empanadas con café y jugo de parchita ¿hay mejor forma de iniciar un día?

Y ahí estaba de nuevo el mar de Patanemo, jugueteando con nuestras pupilas, dejándose ver por los rincones, coqueteando, seduciendo.

Ese día decidimos caminar hacia un extremo de la bahía para llegar a la laguna La Bocaina. Tanto tiempo visitando Patanemo y este lugar siempre quedaba como una tarea pendiente. La espera valió la pena.

Encontramos silencio y mar para respirar, paisajes que nos llenaron de oxigeno.

Pero la aventura sería explorar la laguna sobre la tabla de paddle de mi  amiga de Puerto Cabello, la negrita querida.

Por ratos solo podía recordar la ensenada de Yapascua, al otro lado de la bahía, porque  se parecen mucho y de Yapascua solo tengo recuerdos felices. Y la extraño.

Pero nos fuimos sobre la tabla hacia esos árboles misteriosos que parecían con ganas de hablar. Navegar era una calma total, aunque el viento se negaba a dejarnos volver a la orilla.

El paisaje estaba ahí, vigilando  y complaciendo.

Mientras nosotros seguíamos moviéndonos sobre esas aguas sigilosas que bailaban al son del viento.

Y los manglares gigantes seguían susurrando, como llamando, como invitando.

Por eso llegamos hasta ellos, para sorprendernos y dejarnos maravillar con sus formas.

Y entre esos rincones naturales brotaba la magia y el misterio. Y la felicidad también.

Detrás de esos árboles había espacio y silencio, había mucha calma para admirar.

Seguimos sobre la laguna, descubriendo ese mundo verde que nos conducía hacia la inmensidad. El sol era inclemente, pero nos quedamos el mayor tiempo posible, viendo el paisaje y sintiendo su paz.

Los manglares  de La Bocaina son pura vida, son enigmas, son arte natural.

Regresamos a la bahía para verla inmensa, agitada y llena de todos sus colores.

No había otra forma de terminar el día, frente a ese mar, con otra cervecita fría y toda la felicidad del Caribe. 


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