Morrocoy como nunca
febrero 22, 2015
Fotos: Livia Otero
A las once de la mañana de
ese viernes decidí de golpe que me iba a la playa, estaba aceptando,
tardíamente, la invitación que me hicieran la noche anterior los muchachos mientras
nos tomábamos unos tragos. La idea era llevar a Cayo Sombrero a Livia, a quien
le quedaban pocos días para regresar a su natal Brasil, luego de su primera
visita a Venezuela.
Como me uní al paseo a
último momento, me tocaba llegarme solo, el resto del equipo salía a mediodía
para Tucacas, así que improvisé un pequeño bolso con lo necesario, fui al
cajero a sacar efectivo y salí apuradísimo a alcanzar a los demás. Compré unos
panes en el terminal y me monté en el autobús poco después de las dos de la
tarde. Sabía que tenía a la hora encima.
Llegué al terminal de
Tucacas pasadas las cuatro, me monté en un taxi y le dije al conductor que me
llevara para algún embarcadero donde pudiera salir a Cayo Sombrero. El señor me
dijo que si estaba loco, un viernes a esa hora era muy difícil que algún
lanchero saliera para ese cayo, el más lejano. Sin embargo tuvo la gentileza de
llamar a un amigo suyo a ver si me
llevaba, pero no podía. El problema era que un viaje hacia el destino al que
iba podía costar hasta 2000 bolívares, los cuales se pagan entre todos los que
van en la lancha, el señor me afirmaba
que me iban a cobrar todo ese dinero a mí… Yo no iba a pagar todo eso, pero iba
con mente positiva, uno no sabe si es todo terreno hasta que se lanza al fango.
Me bajé del taxi, me paré en
aquel muelle y comencé a peregrinar, lancha por lancha con la pregunta del
millón: “Pana, ¿no sales pa’ sombrero?”. La respuesta era la misma, a esa hora
no salía nadie. Pregunté y pregunté, ya me estaba preocupando, pensaba que me
tocaría dormir esa noche en una posadita. La tarde estaba por terminar y la
verdad es que me daba algo de miedo estar solo en ese lugar, ya casi no había
gente. Me había fracasado el plan.
Cuando estaba por perder la
esperanza, un lanchero me preguntó si yo era el que iba a Sombrero. Me imagino
que alguien le habrá dicho algo tipo: “mira, aquel flaquito está buscando cómo
irse a Sombrero, tú no vas pa’llá?” Y en efecto, el señor tenía que buscar a
unos turistas a las seis de la tarde, me dijo que lo esperara mientras iba a Cayo Paiclá y después me podía ir con
él. Sentí un gran alivio. Los minutos se me hicieron eternos mientras lo
esperaba, no podía parar de ver la hora, sentía que nunca iba a volver.
Ya eran más de las cinco y
media cuando el lanchero cumplió su palabra y vino por mí, me monté feliz en la
lancha para navegar como nunca lo había hecho antes en el Parque Nacional
Morrocoy, casi en total soledad. Nunca había estado sin compañía en una lancha
y en el trayecto no crucé palabras con el capitán, me parecía impresionante ver
a los cayos vacíos, ni una persona en la arena o en el mar, tampoco estaban el montón de
embarcaciones que se la pasan en esos lares los fines de semana, era increíble,
todo estaba despejado en exclusiva para mí.
Todavía recuerdo la adrenalina que
experimentaba con la velocidad, diluida en pequeñas dosis de calma, propias del
mar y los manglares. Sentía con fuerza el viento en mi cara y me pasó eso que
solo ocurre cuando me siento muy feliz: mi risa toma vida propia, el rostro me
sonríe sin permiso y yo no me resisto. Son los momentos en los que encuentro la
libertad que tanto me gusta.
Llegamos finalmente a Cayo
Sombrero, todavía estaba claro el día. El lanchero fue tan pana que dejó a mi
criterio lo que yo quisiera pagarle, total, el viaje lo estaban pagando los
otros turistas y él no tenía nada que perder. Le di 300Bs y le manifesté mi
genuino agradecimiento. Puse mis zapatos en la arena, cargando con mi morral y
la bolsa de pan, comencé a caminar para encontrarme con los demás, lo insólito
era que no tenía la seguridad de que ellos ya hubiesen llegado al cayo, no me
había logrado comunicar con ellos hace mucho rato, era una locura total. Pero
ahí estaban, los vi a lo lejos sentados frente al mar.
La escena fue muy cómica
cuando me vieron, seguro pensarían que yo no iba a llegar, pero llegué. Parte
del equipo salió corriendo hacia mí, riendo y gritando mi nombre, eso sí que
fue una llegada triunfal, fuera de serie. Me reí muchísimo y les conté la
travesía que pasé para estar ahí finalmente. Después de conversar un rato me di
un baño corto antes de que llegara la noche.
El sol se ocultó y la
historia fue otra, fueron apareciendo en el cielo muchas estrellas, minuto a
minuto, como si las iban encendiendo por partes. Mientras las veíamos me acordé
de la noche más estrellada que había visto en mi vida, justo pocos días antes a
las orillas del río Kukenán, en la Gran Sabana. Ahí terminé de entender lo
deprimente que es la noche en la ciudad.
Muy cerca de nosotros
estaban un par de chilenos, vacacionaban por primera vez en Venezuela y nos
contaron que habían decidido venir a nuestro país por lo económico que les
resultaba, Junto a ellos estaba una maracucha que les servía de guía, se habían
conocido gracias couchsurfing, una red de viajeros en internet donde se puede
encontrar hospedaje gratuito en casas de familia en cualquier lugar del mundo.
Hasta ese momento no sabía de esta red, ya me suscribí, pero al terminar de
escribir esta crónica todavía no he vivido mi primera experiencia couchsurfing,
aunque sí una muy similar en Barinas. Los chilenos estaban extasiados con aquel
cielo estrellado, no disimulaban su euforia en ese momento, el cual disfrutaron
como se debe. La felicidad les salía por
los ojos.
Después de comer nos fuimos
a la orilla del mar, alumbrados por ese montón de luces lejanas, esperábamos
que la luna apareciera pero ni se asomó, así que nos quedamos con esa penumbra
perfecta, que solo interrumpíamos con alguna linterna si era muy necesario. Por
un momento nos dividimos, unos se sentaron a admirar la noche, otros nos fuimos
a caminar para perseguir a esas pequeñas partículas que el mar deja en la arena
y que alumbran de noche, de ratos conversábamos con los chilenos.
Los minutos corrían sin
afán, son los momentos que atesoras, en los que solo importa disfrutar y lo
demás no existe. Por un instante vi como Livia se separó de todos para gozar de aquella plenitud, estaba como flotando en
la orilla del mar, sus pies se paseaban entre la arena y el agua, sus brazos
danzaban y creo que sonreía. Estaba feliz al igual que todos.
Prácticamente todos nos
habíamos acostado tarde la noche anterior y nos habíamos levantado temprano ese
día, así que teníamos sueño y en medio se esa calma solo provocaba descansar,
así que fuimos a soñar temprano, como sardinas en lata nos repartimos entre las
dos carpas. Mariel y Barragán fueron los últimos en irse a dormir por andar
hablando con los chilenos. La noche nos amenazaba con lluvia, pero no llegó a
caer una sola gota de agua, solo hubo fuerte viento que resonaba entre las
palmeras, fue una noche muy caribeña.
Fui uno de los primeros en
despertar y me uní a Andreina que estaba contemplando al amanecer frente al
mar, hablamos de la fortuna de poder ver ese paisaje apenas te despiertas,
cuando casi todos los días del mundo vemos una pared o un techo apenas abrimos
los ojos. Estas reflexiones fortalecen uno de mis nuevos ideales: no debemos
pasar mucho tiempo sin salir de la ciudad, la que nos vendieron como lo normal.
Nosotros somos seres vivos y necesitamos a la naturaleza.
Desayunar fue una odisea,
luchando con las moscas que producían un enorme basurero que estaba del otro
lado del cayo, la temporada alta apenas terminaba y los humanos hacemos
lamentables estragos en la naturaleza. Me reía a carcajadas viendo a Henry
correr con una quesillera en la mano, llena de huevos revueltos y atún. Corría
en círculos como para despistar a las moscas, eso fue comedia pura.
El resto de la mañana lo
disfrutamos como cualquier otro mortal en la playa, caminamos por todo el cayo, nos dimos varios baños y constaté que nunca saldré decente en una foto bajo el agua. Gustavo fue el clásico enterrado en la arena que se deja montar las lolas y
marcar los cuadritos en el abdomen, nunca puede faltar. Después él y Livia se hicieron unos tatuajes
temporales feísimos, pero que fueron otro motivo de risas infinitas.
Habíamos acordado regresar
temprano, así que a mediodía recogimos las carpas al ritmo de un reguetón que
sonaba a lo lejos, Ángel bailó por instinto como acostumbra. La jornada no
podía terminar sin despedirnos de los chilenos, fuimos a buscarlos para
constatar que estaban, como dicen por ahí: “borrados”. Pero borrados en todos
los sentidos habidos y por haber, la maracucha logró que se levantaran para
tomarnos una selfie feliz y ponerle punto final a esta aventura en Morrocoy.
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