El dinosaurio morado en Mérida
mayo 03, 2015
Por Eduardo
Monzón
Por fin me iba de nuevo a Mérida, ya eran muchos años sin
volver. Este viaje se planificó rápido, todos los créditos se los lleva Henry,
que diseñó un itinerario perfecto para mi gran regreso al páramo merideño.
Pasaríamos por varios puntos acampando algunas noches y luego nos iríamos a
subir el pico Pan de Azúcar, el noveno más alto del país; íbamos a recorrer los
dos parques nacionales de Mérida y yo sabía que iba a comer muchos pastelitos
andinos. Los días previos a un viaje siempre están llenos de emoción, sobre
todo cuando tengo más de dos semanas sin salir de la ciudad.
Después de pasar por el caos
que significa armar mochila para varios días, estaba listo para verme en el
terminal de autobuses con el equipo: Henry, Vane, Rafa, Miguel y Daniela, con
quien viajaría por primera vez. A los días se nos unía Gustavo para la subida
al pico. Nos fuimos hasta Barinas y allá
tomamos otro autobús hasta Mérida, la verdad es que el viaje fue tranquilo, los
recorridos en autobús suelen ser traumáticos. Nunca sabemos qué puede ocurrir.
La primera parada fue la
Laguna de Mucubají, nos registramos en Inparques y Jenifer, la guía de guardia,
nos explicó cómo podíamos llegar a algunas de las lagunas cercanas para armar
campamento y dormir la primera noche. Debo decir que Mérida es uno de los
estados en donde Inparques funciona muy bien, debe ser ejemplo a seguir para
otros parques nacionales. Me comí los primeros pastelitos andinos y estaba
listo para la caminata.
Iniciamos el recorrido y al
instante estaba sorprendido, admirando las montañas y los frailejones, ese
paisaje inmenso lleno de colores secos y calmados, me gusta dejarme sorprender
por la naturaleza de Venezuela, siempre te brinda algo nuevo, te deslumbra y te
hace quererla. El senderismo en Mérida es duro, la altura hace que la
respiración sea compleja, te cansas más y te mueves más lento. Mi morral se
portó mal en este viaje, iba muy pesado.
Laguna de Mucubají
Luego me sorprendió otra
cosa: el silencio, el más profundo que puedo recordar. Era increíble sentir el descanso total del oído y la mente cuando detenía mis pasos, es un
silencio puro que ni el viento se atreve a romper, en ese momento pensé de
nuevo en la importancia de salir de las grandes ciudades con frecuencia, es que
ni de noche hay tanto silencio en Valencia como en el páramo de Mucubají.
Se rompió la calma cuando
nos dimos cuenta de que estábamos perdidos, nos pelamos el camino, seguimos de
largo, todavía no sé qué pasó. Estábamos cansados, subiendo sin poder ver cerca ninguna de las lagunas que buscábamos. Una llamada a Jenifer confirmó que
estábamos en la vía incorrecta. Yo me atreví a avanzar un poco más y encontré
un espacio plano para poder dormir, cerca había una laguna chiquita de la que
pensaba que podíamos tomar agua para cocinar, pero Vane, que estudia medicina,
era como nuestra mamá del agua, siempre nos prohibía tomar el vital líquido de
lugares que no le parecían lo suficientemente aptos para hacerlo. Así que nos
quedamos a dormir pero sin agua.
El páramo de Mucubají
Cocinamos atún y nos fuimos
a dormir, fue la noche más fría de todo el viaje y creo que la más fría de toda
mi vida, la temperatura fue tan baja que a la mañana siguiente nos sorprendimos
al ver nuestras carpas cubiertas de hielo, al igual que todo lo que se había
quedado afuera. En todo viaje hay algo de sacrificio, en esta oportunidad el
mío fue el descanso, fueron las peores noches de sueño, pero las actividades de
día hacían que valiera la pena. A eso de las cinco de la mañana Henry, Daniela
y yo hicimos el esfuerzo de salir temblando de nuestras carpas para ver al
millón de estrellas que nos cubrían y luego ver el amanecer con la llegada del
más esperado de cada día: el sol, cuya salida por la mañana era una fiesta para
todos.
Listo para salir a Mifafí
Ese día nos fuimos a
instalar en el Valle de Mifafí, un lugar impresionante que parece de película,
lleno de misticismo que envuelve todo. Dos montañas gigantes nos arropaban de lado y lado, el pasto era de
diversos colores, hay piedras de tamaños sorprendentes por todas partes
producto de los deslizamientos que causó el derretimiento de los glaciares hace
muchos años. Hay vacas y caballos libres, un río silencioso y mucha niebla. Ahí
pasamos la segunda noche, con menos frío que la primera y en compañía de dos
senderistas de Caracas.
El Valle de Mifafí nublado
Ese día fuimos de paseo al
Pico el Águila, comí torta de ahuyama y tomamos vino de mora. Este es uno de
los viajes en los que me he relacionado más con las comidas típicas, si el
paladar no prueba, el viaje está incompleto, con la comida conoces a la gente y los lugares. En Mérida estaba capitalista, lo quería comprar y probar todo:
fresas con crema, ponche crema, queso ahumado, borrachitas, arepas andinas,
chocolate caliente, etc. Los pastelitos andinos son bien económicos, así que comía
todos los que quería. Íbamos al observatorio pero estaba cerrado, lo bueno fue
que pudimos conocer y compartir con otros viajeros amigables y generosos que
hasta nos dieron la cola.
Al día siguiente pasamos por
la Loca Luz Caraballo, con la gloria de haber conseguido mi primera cola para
irnos a Mucuchíes, a visitar la famosa capilla de piedra. De ahí salimos a
Tabay, en el trayecto más largo que hicimos en autobús dentro de Mérida, fue
ahí cuando me atacó el famoso mal de páramo entre tanta subida y bajada. Milagrosamente no vomité y al
par de horas me sentía perfecto.
El equipo con los niños que recitan el poema de la Loca Luz Caraballo
En Tabay tomamos un carro
rústico para irnos a La Mucuy, un bosque de pinos espectaculares donde íbamos a
pasar una noche que prometía ser la mejor de todas, estábamos a menor altura,
así que no íbamos a pasar tanto frío; había baños, así que no tendríamos que
hacer nada en el monte como los animalitos y de verdad que el lugar es muy
bonito. Todo era prometedor. Armamos las carpas apurados, pues unas goticas
amenazaban con algo de lluvia.
El bosque de La Mucuy
Las goticas se convirtieron
en una lata de agua que no paraba, la preocupación llegó cuando el agua comenzó
a subir en el terreno donde estábamos. Empezó la vaguada… Mi carpa parecía una
cama de agua, casi flotaba. Armé mi plan de emergencia y guardé lo esencial en
bolsas. Mis compañeros estaban igual, luchando por sacar el agua de sus carpas
y resguardar la ropa, ya sabíamos lo terrible que es pasar frío con ropa
mojada, nos pasó en Roraima y fue una experiencia muy dura.
La lluvia no paraba y si nos
quedábamos en las carpas iba a ser imposible dormir, una rama se partió y se
vino sobre una de las carpas, teníamos que salir de ahí, así que armamos el
escape, tomamos lo necesario y nos fuimos a resguardar al corredor de un
restaurant que está a pocos metros. Esos pasillos parecían un refugio de
damnificados, todos los que acampaban en la zona tuvieron que abrigarse ahí. La lluvia no paró, así que dormimos en aquel
pasillo al aire libre, afortunadamente sin mucho frío.
Muy temprano en la mañana ya
estábamos listos para irnos a la ciudad de Mérida, íbamos a pasar la mañana
paseando hasta encontrarnos con Gustavo y salir a La Culata. En Mérida
desayunamos como los dioses: arepas andinas con huevo, carne mechada y
tocineta; de ñapa a muy buen precio. Fuimos a la Catedral y al Museo de Arte
Colonial.
Llegamos después de mediodía
a La Culata, donde iniciaba la caminata hasta el pico Pan de Azúcar. Dos malas
noticias nos recibieron: pronóstico de mal tiempo y 9 ciclistas perdidos desde
el día anterior, estaban iniciando las labores de búsqueda. Me comí los últimos
pastelitos andinos y salimos a caminar desde el puesto de Inparques. La lluvia
fue nuestra compañera y la niebla no nos dejaba disfrutar del paisaje, son las
caminatas que se tornan eternas y hacen que me pregunte por qué carrizo es que
me gusta andar metido en el monte. A pesar de la lluvia y el cansancio, el
espíritu aventurero hace que la pasemos bien y que de todo salga un chiste,
aunque se nos llenaba el pensamiento de angustia al pensar en los ciclistas y
en cómo estaban por ahí con ese clima tan feo de aquella tarde.
El refugio camino al Pan de Azúcar
Llegamos por fin al refugio
donde pasaríamos la noche, tomamos sopa caliente y rezamos por los ciclistas,
forramos las carpas con todo lo que pudimos porque la lluvia no paraba. En la
mañana salimos a coronar la cumbre con la esperanza de tener un mejor clima, la
caminata era de moderada dificultad en medio del páramo sorprendente, era
inevitable detenernos a descansar con más frecuencia de la que deseábamos. A lo
lejos veíamos a tres personas que parecían ir al mismo lugar que nosotros, una
de ellas vestía de morado, así que lo bautizamos como Barney (el dinosaurio)
fue chiste durante todo el camino porque “Barney es un dinosaurio que vive en
nuestra mente”.
Pero Barney fue lo mejor que
nos pudo pasar, sin él nos hubiésemos perdido, sin darse cuenta terminó siendo
nuestro guía. Comenzó la lluvia y me vi obligado a ponerme mi poncho impermeable,
el cual desata en mí sentimientos bipolares, me protege de la lluvia pero es lo
más incómodo que hay, me hacía lucir algo tenebroso entre la niebla. Iniciamos
una subida que se me hizo interminable, la poca visibilidad nos hacía caminar
casi a ciegas, siempre guiados por Barney, ver el punto morado nos daba
tranquilidad, Barney nos esperaba y nos explicaba por dónde subir.
En este
trayecto era impresionante contemplar a una especie de frailejones que pueden
llegar a medir hasta 2 metros de alto, entre la niebla parecían pequeñas
personas y los confundía con mis compañeros.
Los frailejones gigantes
Seguíamos subiendo, el
terreno cambiaba y se hacía más arenoso, la niebla espesaba, los frailejones
gigantes iban quedando atrás y la lluvia se hacía más fuerte poco a poco. Subir
a este pico en una altura moderada debe ser lo más sencillo del mundo, pero
estamos hablando de 4680 m.s.n.m y de paso con mal tiempo, así que se me hizo
titánico y más largo de lo que realmente era.
Pasadas la una de la tarde
gritamos cumbre, llegar a la cima es siempre una fiesta, no importa lo cansado
que puedas estar, te pones feliz, se te cruzan las emociones y sientes mucho orgullo de ti mismo.
Gritamos, celebramos, tomamos fotos y nos quedamos atónitos cuando el cielo amenizó
nuestra fiesta con nieve. Yo estaba estupefacto, no podía creer el momento tan
mágico que la naturaleza nos estaba regalando, son presentes generosos de Dios
que nunca olvidas. La nieve en el Pan de Azúcar fue lo máximo. Cuando vimos que
Barney comenzó a bajar lo seguimos.
En la cima del Pan de Azúcar
El clímax de la euforia fue el descenso: un
barranco de arena como de 500 metros por el que nos lanzamos a toda mecha y sin
frenos, eso es rodar, brincar, arrastrarte y saltar sin poder detenerte, la
adrenalina total y arena hasta en los riñones, de verdad no tiene nombre, en
ese instante todos volvimos a ser niños, la arena nos llegaba hasta las rodillas,
yo rodé y me di mis trancazos con varias
piedras pero me divertí como nunca.
El barranco de arena de bajada
Al calmarse la euforia de la
arena, la lluvia regresó, esta vez más fuerte y con más frío, así que el
retorno fue una tortura, caminar por horas empapados de pies a cabeza y
temblando de frío es algo de locos, pero son las locuras que puedes contar con
orgullo heroico. Llegar a las carpas y ponerme ropa seca fue el mayor alivio
posible, luego nos reunimos todos en una carpa a tomar rondas de sopa caliente
y a reírnos hasta que nos doliera la barriga con todos los cuentos y
ocurrencias que producen nuestros viajes.
Al día siguiente volvimos a
Mérida, los ciclistas aún no aparecían. De bajada paramos en La Culata a comer
en el local Mi Encanto, atendido por Luz Marina, un personaje de esos únicos que he ido conociendo por
Venezuela y que hacen que te enamores del gentilicio venezolano. Luz Marina vende
pastelitos andinos hace 20 años, también vende jugos, trucha y quesillo de
coco, además es poeta y mientras comes te recita sus poemas de amor y otros
dedicados a Venezuela. Después nos llevó al patio a ver un jardín increíble con
plantas y flores, nos contó los planes que tienen para el negocio y hasta nos
echó varios chistes. Yo me comí 6 pastelitos, un jugo de mora y un quesillo de
coco para reponer la energía de la subida al pico.
Luz Marina frente a su local
No encontrábamos transporte
para bajar hasta la ciudad de Mérida, después de un par de horas encontramos
cola con una pick up en la que nos fuimos amuñuñados como siempre en la parte
de atrás, comenzó a llover y todos nos colocamos bolsas de basura encima, nos
reímos muchísimo.
Ya en la ciudad decidimos
quedarnos en un hotel para descansar y poder ir a la famosa Heladería Coromoto,
récord Guinness por la cantidad de sabores, acordamos pedir los más extraños
para probar de todo. Yo compré helado de perro caliente y jamón con queso, eran
la cosa más asquerosa que había, muy malucos… Nos reímos mucho con esos y otros
sabores, probamos de atún, de cachapa, de cebolla, de nestea, de ron, de rosa,
chicharrón, etc. Los peores eran los míos pero no me arrepentí de haberlos
probado, díganme ustedes cuando en la vida me vuelvo a comer un helado de perro
caliente, NUNCA, esas son cosas de una sola vez en la vida y hay que vivirlas.
Esa noche por fin supimos
que los ciclistas habían aparecido, qué alegría nos dio recibir la noticia. Al
día siguiente me tocaba regresas a Valencia con Miguel, el resto del equipo de
quedó un par de días más en Mérida.
El regreso fue un castigo, nos agarró el
caos del retorno de temporaditas de Semana Santa, a pesar de lo traumático que
fue conseguir autobús, me regresé contento, todos los contratiempos fueron
olvidados mientras disfrutaba de las sabanas y llanos de Portuguesa y Cojedes.
Venezuela tiene paisajes como para viajar todo el año, este país tiene que
vivir del turismo. Siempre que llego de viaje me enguayabo, me queda la
nostalgia por todo lo que conocí y llegar a Valencia me ahoga, me da como
piquiña; pero al mismo tiempo me entusiasma pensar en el próximo destino que
quiero conocer. Así es Venezuela, siempre te deja feliz y con ganas de más.
PD: Querido Barney, si algún
día lees esto perdónanos por el chalequeo, si puedes nos escribes para saber si
eras real o solo viviste en nuestra mente.
Un pastelito andino en Mifafí
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